Tanto la dimensión subjetiva de la #soledad (sentirse solo) como la exclusión de la relaciones sociales (aislamiento social), son efectos que se han ampliado durante los 2 últimos años.
Si prepandemia los observatorios sociales como el de la Fundación la Caixa situaban un incremento de sentimiento de soledad especialmente a partir de los 65 años, los datos actuales extraídos tanto de Barcelona como de Madrid ubican a los jóvenes entre 16-24 años como los más afectados (Omnibus, 2020).
La OMS no se anda con chiquitas al respecto, y lleva años cifrando los datos de la soledad no deseada y monitorizando un aumento exponencial para este siglo. Califica la soledad como una problemática de salud muy grave, y le adjudica la palabra pandemia. La encuesta de Omnibus arriba referida y que se centraba en Barcelona, acaba arrojando que al sumar el 26,5% de jóvenes, el 20,7% de adultos, y el 18,7% de personas mayores de 65 años que referían soledad frecuente, nos da un 21,96 de población que se suele sentir sola.

La soledad no deseada es la percepción que las relaciones interpersonales que mantenemos son insuficientes o no son de la calidad o intensidad que desearíamos que fueran. Hablamos de soledad no deseada cuando esta situación no se escoge, y perdura en el tiempo, afectando de esta manera a nuestro funcionamiento diario.
Se diferencia entre la soledad que buscamos como parte de una necesaria intimidad personal, reflexión o disfrute en solitario y que procura bienestar, de aquellos otros momentos en los que no podemos escoger su duración ni volver a estar en compañía si lo deseásemos.
La soledad no deseada afecta en algún momento de la vida, independientemente de la edad. Puede aparecer como consecuencia de experiencias vitales relacionadas con pérdidas. También, en situaciones de dependencia (infancia, vejez, procesos de enfermedad…) o en situaciones estresantes. A veces, aparece de forma más gradual. Las situaciones de privación social también pueden alterar los recursos naturales que tenemos para su gestión.
La soledad está estrechamente relacionada con los estilos de vida en las grandes ciudades que suelen favorecer el anonimato, dificultar la creación o mantenimiento de vínculos interpersonales y la relación con las personas de nuestro entorno. La vinculación con el territorio es una pieza clave que ayuda a compensar el asilamiento urbanita.
El hecho de tener pareja también es un factor protector. En la Enquesta a la Juventud de Barcelona 2020, la probabilidad de sentirse solo se duplicaba si no se tenía pareja estable. Y otro dato interesante es que apenas sufre cambios este indicador si no se tiene ningún tipo de relación afectivo-sexual al compararse con las personas que sí tienen pero sin una pareja estable.

Estar solo por tanto, no es necesariamente un indicador de sufrir soledad. Tiene más que ver con las expectativas de relaciones sociales que se hace la persona, si entendemos la soledad como un desajuste entre lo que querríamos y lo que tenemos. Además de tener en cuenta que estas necesidades de lazos y de contactos frecuentes cambian según la edad. No sorprende entonces que los adolescentes que están desconectados físicamente de su entorno social, sufran un intenso sentimiento de soledad al encontrarse en una etapa vital que necesita la inclusión social como uno de sus objetivos intrínsecos.
- Javier Yanguas, Amaya Cilvetti y Cristina Segura, programa de Personas Mayores de “la Caixa”) Diciembre 2019 (¿A quiénes afecta la soledad y el aislamiento social?).
- Estrategia municipal contra la soledad 2020-2030
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